domingo, 25 de agosto de 2019

¿Son pocos los que se salvan?

Llegará un día en el que a todos los que estamos aquí nos tocará pasar por la puerta estrecha, por esa puerta por la que no puede pasar nada que no sea puro, bello, santo... todo lo demás se quedará fuera. 
Para pasar por esa puerta es necesario desnudarse, no solo, de todo lo que sea pecado, sino también de todo lo que sea superfluo…
Pienso que la gran pregunta del Evangelio de este domingo es: cuando a mí me toque pasar esa puerta, al otro lado ¿Dios me reconocerá como uno de los suyos?
El evangelio de hoy es realmente fuerte pues Jesús se pone serio en lo que al cielo se refiere: ¿serán muchos los que se salven? 
Hoy muchos piensan que para entrar al cielo basta con morir, pero las palabras del evangelio de hoy van más allá, un diálogo realmente duro para todas las personas que siguen pensando en Jesús como un bonachón que todo lo asume, para todos los relativistas que afirman que no hay verdad, que todo está bien: —no sé quiénes sois, —hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas —no sé de donde sois. Más aún: alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad. Esa iniquidad es cualquier obra mala que se aleje de los Diez Mandamientos y del Mandamiento Nuevo del Amor. 
Tenemos solo una vida para que al final de la misma Dios Padre nos pueda reconocer como a sus hijos: no es suficiente con venir a Misa, es necesario pero no es suficiente. 
Es necesario venir a Misa porque para amar como Cristo ama, hasta el extremo que contemplamos con tanto asombro en el Santísimo Cristo de las Aguas, no es suficiente solo con las fuerzas humanas, necesitamos un plus: la fuerza de Dios que nos llega en los sacramentos. 
Pero si todo se queda solo en venir a Misa y confesarse tampoco ese es el camino, la puerta estrecha pasa por renunciar a nosotros mismos en favor del prójimo hasta el extremo, como Jesucristo; la vida cristiana no es dejar de hacer el mal sino llenar la vida de obras buenas, no es una renuncia, sino una acogida de la bondad de Dios, de todo lo bueno que podamos hacer. 

La fe que recibimos el día de nuestro bautismo y que se fortalece por la participación en los sacramentos, se expresa en la vida a través del amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, en el compromiso por una sociedad más justa, más igualitaria, más sincera, más noble, más honesta, donde las virtudes brillen y den esplendor a todo lo humano. 

Nada mejor que mirarnos en Jesucristo a lo largo de toda nuestra vida, descubrir en Él al ser humano en plenitud, identificarnos con Él, asemejarnos a Él en las circunstancias concretas de nuestra vida.
Preguntarnos muchas veces en las encrucijadas en las que nos encontremos: ¿qué haría Jesús en mi lugar, cómo actuaría, cómo reaccionaría, cómo respondería, etc., etc.? 
Así, cuando nos toque cruzar la puerta estrecha, Dios Padre reconocerá en nosotros destellos de su Hijo amado que le llevarán a fundirse en un abrazo de inmenso amor con cada uno de nosotros, nos acogerá en su seno.

Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos. No caigamos en esa tentación tan fuerte en nuestro tiempo de creernos los primeros, lo más guapos, los mejores, de pensar que ya estamos salvados, reconozcamos, por el contrario, nuestras miserias, nuestro último lugar.
Con María digamos con frecuencia: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra.  

Una vida es demasiado poco tiempo para perderla en trivialidades, dejemos poso, dejemos huella sin dejar heridas, dejemos el recuerdo de nuestra piedad sincera y de nuestro amor entregado, de nuestra misericordia y de nuestra humildad para reconocer nuestros errores y pedir perdón.
Las palabras de Jesús en el Evangelio con frecuencia nos pueden molestar, nos invitan  a un cambio profundo en nuestra forma de ser y eso no siempre apetece, preferimos el camino fácil de dejarnos llevar antes que luchar contracorriente; pero el mensaje de Jesús es mucho más optimista pues confía en nuestras fuerzas ayudados por su gracia para cambiar nosotros y el mundo que nos rodea.
Si las palabras de Jesús nos resultan molestas, si nos afectan es señal de que estamos en el buen camino, le escuchamos y tratamos de seguir un camino que no es el nuestro, que nos saca de nuestra comodidad… estamos siguiéndole a Él, y Él nos guiará hasta el cielo, la felicidad completa, sin fin, para siempre.

Santa María Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.


domingo, 30 de junio de 2019

Libres para amar

Las lecturas de este domingo una tras otras se empeñan en hablarnos del discípulo; tanto la primera con Eliseo sucesor de Elías como el Evangelio, en el que vemos debilidades de los apóstoles y la exigencia de seguir a Cristo a lo largo de la vida.
Ocurre con frecuencia que cuando pensamos en la vocación cristiana, ya sea en el matrimonio, en la vida consagrada, en el sacerdocio, y en la vida cristiana en general que todos compartimos, nos fijamos en primer lugar en esas exigencias, y entonces todo parece un poco cuesta arriba, cuando en realidad en la vida cristiana lo primero no son las exigencias, en primer lugar no se sitúa lo que tú y yo tenemos que hacer, sino lo que nos aporta Jesucristo para nuestra vida y qué es lo que Él hace en nosotros a través del envío de su Espíritu Santo.
Lo primero en la vida del cristiano no son ni han de ser los mandamientos, con toda la importancia que tienen, —pues explicitan y concretan el amor a Dios y el amor al prójimo; sin embargo, los mandamientos si los ponemos en primer lugar en nuestro vida cristiana tienen la capacidad de hacer que todo cueste más, y no es esa su función en nuestra vida junto a Jesucristo, como discípulos suyos. 
La vida cristiana no es una moral, una forma de vivir y ya está. Pensar eso es mutilar nuestra vida, es un cristianismo sin Cristo.

Lo primero en la vida del cristiano es la fe, es decir, el encuentro salvador con una Persona a la que reconocemos como nuestro Mesías y Salvador, un encuentro maravilloso capaz de dar al hombre y a la mujer de hoy una perspectiva nueva de vida, con más luz, con más colorido, con más fuerza.
Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. 
Vuestra vocación es la libertad.
Hoy que se nos llena la boca de libertad, de que somos libres… y, sin embargo, cada vez da la impresión de que somos más esclavos de nuestros egoísmos, de nuestros pecados, de aquello que daña la relación con Dios, entre nosotros y con nosotros mismos.
Libre no es el que hace lo que le da la gana, sino el que hace en cada momento lo que tiene que hacer, el que vive comprometido con el bien de los demás, el que trata a Dios con amor y también al prójimo, aunque le cueste, aunque no le apetezca.

Esta es la gran libertad que nos trae Cristo, y que hace posible en nosotros gracias a los Sacramentos, que son la presencia vida de Cristo en medio de su Iglesia, en cada uno de nosotros, como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. 
Una libertad para amar siempre y a todos sin excepciones, una libertad para tratar de estar cada vez más unidos, en unos valores más grandes, más fuertes, para vivir una comunión más fuerte no solo entre nosotros, sino desde el Espíritu Santo que nos une a todos. 
La libertad de Dios en nuestra vida, la libertad de Jesucristo en el evangelio que se entrega por todos con un amor generoso y alegre, un amor redentor. 
Solo si descubrimos la vida en Dios a través de Jesucristo y el Espíritu Santo podremos disfrutar de esa libertad grande propia del discípulo de Jesús: capaz de amar a los que le rechazan sin desear que caigan rayos y fuegos del cielo; capaz de dejar todo lo que haga falta para seguir a Jesús: camino, verdad y vida
Por eso, —insisto una vez más—, necesitamos que nuestra fe tenga fuerza en nuestra vida, más fuerza que cualquier otra consideración humana por más razonable que nos pueda parecer en algunos momentos de nuestra vida.

Necesitamos vivir los sacramentos con fe y con la fuerza del Espíritu Santo, necesitamos dejar regenerarnos por la Confesión y fortalecer por la Eucaristía bien vivida todos los domingos, evitando distracciones, conversaciones y todo lo que nos aparte de este momento tan grande.

No somos los santos que se acercan a Dios, somos los pecadores necesitados de salvación, los pecadores que confían en la fuerza de Cristo, en su misericordia para transformar el mundo,, discípulos que se saben instrumentos en manos de Dios, —como Eliseo—, que han recibido no cualquier espíritu, sino el Espíritu de Cristo, el Espíritu de Dios que clama y grita ¡Abbá, Padre!

Como discípulos de Jesús estamos llamados a descubrir en Él al Mesías, al Redentor, nuestro Salvador, de modo que con la fuerza de su Espíritu se sirva de nuestros quehaceres cotidianos llenos de virtudes humanas y sobrenaturales para redimir el mundo entero, para que muchos otros puedan conocer la maravilla de vivir en Cristo, por Él y en Él.


Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.

sábado, 15 de junio de 2019

Santísima Trinidad


Tras el Domingo de Pentecostés y la efusión, la venida del Espíritu Santo, no solo sobre los Apóstoles, sino sobre cada uno de nosotros para que seamos capaces de comprender los misterios de Dios, las enseñanzas de la Revelación de Jesucristo y todas sus consecuencias sobre nuestra vida, es decir, para entrar en ese camino de amor hasta el extremo que es Jesús en nuestra vida.
Tras Pentecostés celebramos el Misterio central de nuestra vida; un misterio no es un problema que exija solución por nuestra parte, algo a desentrañar, a resolver, no.
Un misterio, desde el punto de vista religioso, es aquello que conforme más profundizamos en él más sentido toma toda nuestra vida, todo va encajando, incluso nuestros deseos más profundos de vida, de corazón, de sentido, de todo aquello que sentimos que nos falta para vivir en plenitud, satisfechos… pues el ser humano, sin duda alguna, es un ser de deseos: un ser limitado, incompleto que busca su propia perfección… 
En el Misterio de la Santísima Trinidad que celebramos de una manera especial en este domingo después de Pentecostés encontramos todo aquello que nuestro ser desea para esa plenitud que el mundo y sus relaciones no nos terminan de dar nunca.
Solo desde Dios mismo podemos desentrañar de alguna manera lo que este misterio supone para todos nosotros: un solo Dios en tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Dios Padre nos envía a Dios Hijo encarnado por obra y gracia del Espíritu Santo en el seno purísimo de la Virgen María para revelarnos, para mostrarnos este de amor eterno: de un Padre que que engendra un Hijo en un amor tan fuerte, tan intenso que llega a ser una persona: el Espíritu Santo, enviado también al mundo para poder vivir de otra manera, a través del amor de Dios Padre y Dios Hijo, un amor que se manifiesta de una manera privilegiada en Jesucristo que nos amó y nos amó hasta el extremo sufriendo por nosotros la muerte, y muerte de cruz, de Aquél que aprendió sufriendo a obedecer.
Ante esos deseos de plenitud que el hombre siempre siente, Jesucristo se nos muestra como el Camino, la Verdad y la Vida: Él es el camino que nos conduce a Dios Padre, y nos entrega el Espíritu Santo para poder dar los pasos a través de un camino bien concreto: el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
No hay otra forma.
Lo más maravilloso del Misterio de la Santísima Trinidad en el que los cristianos vivimos inmersos aunque no siempre seamos conscientes de ello es que solo a través del amor a Dios y al prójimo podemos entrar y permanecer unidos, —como los sarmientos a la vid—, en Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo
Si no amamos, si no buscamos con todas nuestras fuerzas el bien de los demás y lo realizamos, si los Diez Mandamientos no son junto al Evangelio el criterio para nuestra vida cotidiana, entonces por mucho que pensemos nunca seremos capaces de encontrar sentido al misterio de la Santísima Trinidad y no tendrá fuerza en nuestra vida para guiar e iluminar nuestros pasos.
En este camino «hay suficiente luz para quienes desean ver, y suficiente oscuridad para quienes le rechazan» en palabras de Blaise Pascal. Es un camino de libertad que nos muestra el amor inmenso de la Santísima Trinidad por cada uno de nosotros, pues nos ama desde la libertad y busca ser amada desde nuestra libertad, si el querer del hombre no es libre no es un verdadero querer. 
Es el claroscuro de la fe cristiana, de un camino distinto a todos los demás caminos, un camino que conduce a la plenitud del ser humano.
Es verdad que para emprender este camino hay que jugársela; hay que levantar un pie del suelo, perder estabilidad, confiar en Dios aunque no tengamos las ideas claras, aunque todo nos parezca ilusorio, sin sentido, sin fuerza… 
El camino de la fe es así, es un camino de confianza, de salir de uno mismo, de dar el salto hacia los desconocido para descubrir que no es una caída en el vacío, sino en los brazos amorosos de Dios que nos acoge y nos fortalece a través de nuestra debilidad, de nuestra miseria, de nuestro pecado, de todo aquello que sentimos que nos falta y que cada una de las divinas personas pone con generosidad en nuestra vida.
—Ama, ama a todos sin excepción con gestos y palabras al estilo de Jesucristo en el Evangelio, vive los Sacramentos, déjate amar por la Santísima Trinidad que en ellos se te entrega. 
No hay otro camino que el amor para entrar en Dios, para vivir en Él.
Esos deseos que todo bautizado siente de una plenitud mayor que este mundo no termina de darle muestran la necesidad imperiosa que tenemos de Dios en nuestra vida, de un ser infinito que colme nuestros deseos sin fin.
Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.

domingo, 9 de junio de 2019

Pentecostés

Jesucristo se va pero se queda de la manera más sorprendente a través de la tercera persona de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, el amor grande grande entre el Padre y el Hijo, que va a realizar una gran revolución en medio del mundo a través de todos aquellos que acepten a Jesucristo como su Señor y reconozcan en Él al Hijo de Dios.
Jesús ha venido al mundo para salvarnos, para redimirnos del pecado y de la muerte eterna, para que nuestro morir sea un despertar a la vida, para ello ha instituido la Iglesia como la gran familia de los hijos de Dios a través de la cual podemos participar de su vida divina. 
La vida de Dios, toda la fuerza de su amor, su alegría, su generosidad, su paz y su gozo, su paciencia, longanimidad y bondad, su benignidad, mansedumbre y fe, su modestia, su continencia, su castidad son los frutos que tú y yo estamos llamados a dar en nuestra vida, los frutos de Dios, los frutos del Espíritu Santo. 
Jesucristo está presente en la Eucaristía y de una manera real y sorprendente cada vez que se celebra un Sacramento, gracias a la acción del Espíritu Santo. 
Si tú y yo nos podemos dirigir a Dios Creador, todopoderoso como Padre es por la acción del Espíritu Santo en nuestra vida. 
Poder reconocer la presencia de Cristo en el prójimo que nos necesita y descubrir en él un hermano, es por la acción fecunda del Espíritu Santo que todo lo hace nuevo, que todo lo renueva. 
Sin embargo, Dios que nos creó sin nosotros, no nos salvará sin nosotros. El Espíritu Santo hace posible que todas estas cosas sean reales en nuestras vidas, pero pide, exige también nuestra respuesta de fe, esperanza y amor.
Él nos llena de sus dones, más aún, cuando vivimos en gracia, —libres de todo pecado mortal—, el Espíritu Santo habita en nosotros como si de un templo se tratara.
La vida del hombre, de la mujer cambia totalmente cuando se deja guiar por el Espíritu Santo, cuando se deja enseñar por Él.
Es verdad, que hoy en día estas cosas no están de moda; todos preferimos ser nosotros los dueños de nuestra propia vida, ser autosuficientes, valernos por nosotros mismos. 
Sin embargo, dejar pasar al Espíritu Santo es perder la mayor oportunidad que tenemos en nuestra vida de ser felices de una manera nunca antes imaginada, con una alegría divina que supera todas nuestras expectativas, todos nuestros deseos más profundos.

Hoy terminan las celebraciones de Pascua de este año, en las que durante 50 días nos hemos asombrado y gloriado de la Resurrección de Cristo de entre los muertos. Hemos comido con Él, le hemos escuchado, junto a los apóstoles hemos vivido momentos íntimos de relación con Jesús resucitado que nos han de llevar a vivir de otra manera, guiados por ese amor que es fuego y luz para nuestras almas.
Como decía San Pablo en la segunda lectura en su Carta a los Romanos, vivir del Espíritu Santo, vivir en Él nos permite llamar a Dios Padre, —Abbá—, por lo que somos herederos de sus promesas; nuestra herencia es esa vida nueva aquí en la tierra capaz de vencer a la tristeza con la esperanza, la duda con la fe, el egoísmo con un amor hasta el extremo, hasta dar la vida; y la muerte con la vida eterna. 
Hoy es un día para abrir nuestros corazones, nuestro espíritu, nuestra cabeza a la acción divina el Espíritu Santo, para pedirle una nueva efusión en nuestra vida que llene de carismas a su Iglesia para afrontar los tiempos nuevos en los que nos está tocando vivir con toda la fuerza de Dios que hemos contemplado en la primera lectura en los Apóstoles. 


¡Qué impresionante!, ¿verdad?, aquellos hombres que estaban llenos de miedo, encerrados, de pronto tras un viento impetuoso y esa presencia visible del Espíritu en lenguas de fuego, salen a predicar la Buena Noticia de Jesús resucitado a todo el que quiera escucharles. 
Pidamos, hoy, con fuerza en nuestra oración que se produzca un nuevo Pentecostés en la Iglesia, en cada uno de nosotros, que purifique con el fuego del amor de Dios todo lo que anda torcido, que enardezca con su calor todo lo que está apagado, que ilumine con su luz divina un mundo a menudo en tinieblas, oscuro, sin luz ni color, sin esperanza. 
La Virgen María es la llena de gracia, la llena del Espíritu Santo, le pedimos a Nuestra Madre que nos ayude a saber aprovechar esa presencia divina en nosotros para poder llenar el mundo con los frutos de Dios, que nos dejemos enseñar por el Espíritu de Dios.


Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.

domingo, 2 de junio de 2019

Primeras comuniones

Por fin ha llegado el momento tan esperado, tan preparado a través de la catequesis, con vuestras familias, con vuestros amigos… todo llega.
Vamos a pensar un poco en lo que aquí está sucediendo porque es un acontecimiento grande de verdad, que como todo lo verdaderamente grande se da en la sencillez.
No es casualidad que el acto más importante en el que los católicos estamos invitados a entrar en comunión con Dios Padre a través de Jesucristo y con toda la fuerza ddl Espíritu Santo sea a través de una comida, es verdad, que una comida muy especial, pero en definitiva una comida. 
Es hermoso, ¿verdad?
La familia de los hijos de Dios reunidos entorno a una mesa en la que el alimento es el mismo Jesucristo que nos invita a recibirle bien preparados para poder entrar en intimidad con Él de un modo absolutamente sorprendente. 
No estamos ante una comida cualquiera, estamos ante una comida de familia en un día de fiesta: es Domingo, hoy celebramos a Jesús Resucitado. 

Más aún: celebramos la Ascensión: hoy contemplamos a Jesús que asciende al cielo para poder quedarse en todos los Sagrarios a la vez, para poder celebrar este banquete familiar llenos de gozo y agradecimiento por tanta misericordia de Dios que nos entrega a su Hijo por nuestra Salvación. 
Es un momento grande de Fe. Fe en la a Eucaristía. Fe en la Resurrección. Fe en la Iglesia. 
No es un momento individual, sino familiar, no venimos como individuos, sino cómo miembros de una familia más grande capaz de llenar nuestro corazón de un modo único, de una vida nueva que nos fortalece ante la adversidad, en las dificultades. 
Jesús nos promete que va a estar con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos, se hace necesario que también nosotros queramos estar con Él y que lo hagamos a su estilo, según sus enseñanzas, abandonándonos, cediendo en nuestras opiniones... por ese amor más grande que se nos entrega en la Cruz, que se nos da como alimento de vida eterna, de vida feliz aquí en la tierra... 


Y todo esto ocurre entorno a una mesa, en un banquete, con un alimento que supera todas nuestras expectativas, todos nuestros deseos, ni en nuestros mejores sueños hubiéramos podido imaginar tanto amor, tanta generosidad, tanto don... el mismo Jesús, Dios y Hombre verdadero se inclina, se abaja, se pone a nuestra altura, se siente a la mesa con nosotros, nos alimenta, nos da su misma vida divina. 
Es verdad que esta comida es especial, tiene sus formas propias, su ritual, sus gestos... no puede ser de otra manera cuando percibimos que es una comida muy especial pues no solo nos une entre nosotros, sino que a través de su Cuerpo y de su Sangre nos une a Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible... al misterio que nos llena de sentido y de vida. 

Hoy vais a participar por primera vez, ojalá que no sea ni la última ni la única, pero ojalá que todos cuando comulguemos lo hiciéramos como si en realidad fuera la primera, la última, la única, con todo el corazón, con toda la mente, con todo nuestra alma, con todo nuestro espíritu... con todo nuestro ser porque recibir la Comunión es lo más grande que podemos hacer en nuestra vida, cada día, cada Domingo, siempre. 
En una ocasión una persona preguntó a un sacerdote: “Si Dios está en todas partes, ¿por qué tengo que ir a la iglesia, por qué tengo que ir a Misa? Aquel sacerdote le contestó: toda la atmósfera está llena de agua, pero cuando quieres ir a beber te acercas a la fuente. 

Nosotros encontramos la fuente de la vida eterna en la Eucaristía donde Jesús se nos entrega en su Cuerpo y en su Sangre, en su alma y en su divinidad, qué suerte tenemos de poder acudir con tanta facilidad, de un modo tan asequible a las fuentes de nuestra salvación cada Domingo, incluso cada día. 

No quitemos a Jesús de nuestra vida, pongámoslo en el centro, en el origen y en el fin de todo lo que hacemos, que cada Domingo Jesucristo tenga espacio y tiempo en nuestra agenda para que nuestra relación con Él crezca y nos sostenga cuando todo lo demás se tambalea, cuando todo lo demás amenaza con romperse, con desaparecer, para seguir amando como Él nos ama siempre y en todo lugar, a todos sin excepción.


Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.

domingo, 26 de mayo de 2019

La huella de la Pascua

La Pascua de este año ya está muy avanzada, ¿la estamos disfrutando de verdad?, ¿qué huella va a dejar en nosotros…? 
Este domingo el Señor comienza a anunciar su Ascensión a los cielos que presenciaremos en toda su fuerza el próximo domingo y tras su Ascensión al Cielo la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, la tercera gran fiesta cristiana. 
Descubrir al Espíritu Santo es fundamental en nuestra vida, Él es el que hace posible que todo lo que nos ha traído Jesucristo se vaya haciendo realidad y vida generación tras generación.
El encuentro con el Resucitado ha de ser para nosotros como para los primeros cristianos un momento grande y transformador, algo único que nos llena de fuerza, de una vitalidad desbordante, imposible de encontrar en otro lugar, de otras forma.
Es verdad que la Resurrección de Cristo no hace que la realidad sea distinta, no cambia nuestro alrededor, pero sí nos hace cambiar a nosotros y ver distinto todo lo que nos rodea, y afrontarlo con una fuerza nueva capaz de cambiar muchas cosas.


Tenemos que ser hombres y mujeres de la Pascua, de la Resurrección, afrontar nuestra vida desde Cristo Resucitado, Aquél que ha vencido la muerte y el mal, y que nos une a Sí mismo.
Dejemos a Jesús ser el Señor en nuestra vida. Le dejamos cuando su Palabra salvadora tiene fuerza para mover nuestra vida, cuando realmente encontramos en Cristo la luz que guía nuestros pasos a menudo por caminos oscuros y desapacibles, cuando su amor es capaz de levantarnos, de hacernos vivir de otra manera.
La vida cristiana no es sino respuesta al amor de Dios; lo nuestro no es la iniciativa, no amamos nosotros los primeros; como dice tantas veces el Papa Francisco en esa forma argentina tan expresiva: Dios nos primerea en el amor, es decir, Dios nos anticipa, se nos adelanta, nos llama a participar de esa vida eterna de Jesucristo que vence la muerte, que vence el dolor, el sufrimiento y el mal.
¿Realmente es para nosotros la fe cristiana un motivo de gozo y alegría grande?
¿Encontramos en Jesucristo la paz que tanto necesitamos en nuestra vida, es para nosotros fuente de alegría y gozo, de esa vida nueva en el Espíritu capaz de transformar el mundo entero?

¡Qué hermosas las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy!, ¿verdad?
Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde.
Si vivimos con la mirada puesta en Cristo tendremos valentía y coraje para afrontar la vida sin miedo, sin vacilar, para romper los muros que nos separan y tender puentes con todos.
La tentación de la cobardía ante un mundo que parece que siempre tiene la última palabra esta siempre presente en la vida del cristiano, parece que nuestra vida de fe en comparación con los poderes del mundo, con la opinión pública tan contraria tantas veces a las enseñanzas de la Iglesia va a poder con nosotros, pero no es así: Cristo ha vencido a la muerte, Cristo ha resucitado, y nosotros por los sacramentos somos parte de Cristo, la muerte ya no tiene poder sobre nosotros, no tiene su última palabra.
La tentación no para, —es verdad—, pero la tentación nunca es superior a nuestras fuerzas asistidos por la gracia de Dios. 
La celebración anual de la Pascua nos recuerda un día y otro que no estamos solos, el Señor no nos abandona nunca, siempre permanece a nuestro lado con toda su fuerza y su energía para salir victoriosos junto con Él.
¿Es el amor a Dios y al prójimo la norma suprema de nuestra vida cotidiana? ¿Cada noche antes de acostarnos miramos nuestra vida desde el Evangelio, desde Cristo Resucitado, nos dejamos interpelar por su Palabra?
La vida de Cristo es una vida de amor y entrega al Padre y a los demás hombres y mujeres, a todos.
¿Cómo anda nuestra vida, vivimos la Buena Noticia con esa radicalidad de los primeros cristianos que escuchamos en los Hechos de los Apóstoles a lo largo de la Pascua, nos dejamos llenar como ellos del Espíritu Santo par que sea Él que obre en nosotros?

Que la Virgen de la Blanca nos ayude a vivir de tal manera junto a Cristo Resucitado que se nos entrega en los Sacramentos que los Mandamientos sean la norma de nuestra vida.

Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros. 


domingo, 19 de mayo de 2019

Renovación!


Puede llamar la atención como a estas alturas de la Pascua reaparece una escena de la Pasión del Señor en la Última Cena apenas ha salido Judas para entregar al Señor y consumar, así, su traición; pero es bueno no olvidar que la Pascua del Señor, su Resurrección gloriosa precisa antes pasar por la Cruz, por el abandono, por la soledad… no hay gloria sin cruz, así sucede también en nuestra vida.

La luz de Cristo resucitado en la Pascua tiene la fuerza para iluminar todo con un colorido siempre nuevo, y, sus mismas palabras, cobran un nuevo sentido tras su Resurrección.
Así ocurre con el Mandamiento Nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros.
Después de contemplar su entrega total por nosotros estas palabras impresionan todavía más, y quizás nos puedan llevar a pensar que esa forma de amar es para nosotros imposible, inalcanzable, que no nos puede pedir tanto porque no podemos alcanzar a darlo.
Y así es. 
Nosotros solos no podemos amar hasta el extremo, hasta dar la vida los unos por los otros, con esa alegría, esa generosidad de Jesús. 

Sin embargo, no es cierto que estemos solos en esto; Jesús nos acompaña hasta el final de los tiempos y nos da la capacidad de amar como Él nos ama.
Los sacramentos son la posibilidad que tenemos tú y yo de participar de su misterio pascual, de su muerte y resurrección que un día se dará de una manera vital en nuestra vida, y que mientras vivimos se va dando también de una manera espiritual, y —si lo pensamos bien—, no menos real. 
Los sacramentos, todos y cada uno de ellos, son la posibilidad de participar nosotros de la muerte y resurrección del Señor, es decir, nos posibilitan morir al hombre viejo que hay dentro de cada uno de nosotros y que nos lleva por las sendas de la carne y del pecado, para renacer en esa nueva humanidad capaz de vivir de un modo totalmente nuevo, con otros valores, con otras motivaciones, con otras formas, con nuevos estilos…, más movidos por los bienes del cielo que por los de las tierra; de modo que podamos ser otros Cristos en medio del mundo; como Jesús, presencia de Dios en medio del mundo.
Con razón el mismo Jesús nos decía al final de la segunda lectura en el libro del Apocalipsis: mira, hago nuevas todas las cosas.
Porque ese amor que nos manda Jesús es un amor con unas pinceladas nuevas y renovadoras. Un amor distinto, un amor nuevo.
Sólo si nos dejamos renovar por los sacramentos, si nos dejamos purificar del pecado que habita en nosotros, si nos dejamos llenar del Espíritu Santo, podremos amar como Cristo nos ama, es decir, con un amor divino que nos lleva a preocuparnos en la Iglesia, —la gran familia de los hijos de Dios—, a los unos por los otros simplemente por el hecho de ser hermanos y hermanas en Cristo, porque con todos ellos formamos una sola familia con unos lazos más fuertes que la sangre, los lazos de la gracia y del amor de Dios, de la fe y de la esperanza que nos anima a caminar con vitalidad siempre nueva. 
¿De verdad tú y yo confiamos con esa fuerza en los sacramentos, son para nosotros fuerza de la salvación de Cristo, creemos en su fuerza?
Quizás este quinto domingo de Pascua sea un buen momento para mirar en nuestro interior y preguntarnos qué necesitamos que Cristo resucitado renueve en nuestra vida, que anda por ahí apagado, triste, mortecino, que nos impide amar como Cristo nos ama, entregarnos con su generosidad y alegría, que nos impide tener paz y serenidad ante las adversidades que nos encontramos… 
Pero no basta con mirar dentro de nosotros, es necesario mirar después a Cristo Resucitado, pedirle que por la efusión de su Espíritu Santo nos sane, nos renueve, haga de nosotros criaturas nuevas, comprometidos con la Iglesia en nuestra parroquia como hemos visto que ocurría con los primeros cristianos en la primera lectura, donde todos tenían conciencia clara de que ellos eran la Iglesia, su compromiso y su responsabilidad. 

Pidamos a Dios por intercesión de la Santísima Virgen María que nos dejemos renovar por Cristo a través de los sacramentos, que nos tomemos cada vez más en serio nuestra vida de oración, de modo que nuestra manifestación al mundo sea siempre a través del amor de Cristo, ese amor capaz de hacer nuevas todas las cosas, ese amor hasta el extremo capaz de hacer nuevas todas las cosas. 


Santa María, Virgen y Madre de la Asunción, ruega por nosotros.